21 de marzo de 2011

Retomando que es gerundio

Retomo sin más el blog, que reconozco que lo que he tenido demasiado abandonado. Estos meses han pasado infinidad de cosas y, aunque aún no he contado nuestra última etapa en el viaje a la costa de hace un año casi, creo que no merece la pena retomar desde donde lo dejé. Si viene a cuento, os diré cosas sobre otros sitios donde hemos estado, como los lagos Baringo y Bogoria (por el momento el sitio más bonito que hemos visto), el viaje a Eldoret, la visita al padre Alejandro y su escuela para discapacitados, la temporada que pasamos en un colegio para refugiados francófonos y fiestas de expatriados varias, torneo de mus incluido. Tampoco os contaré si no sale a colación nada de nuestros nuevos amigos españoles o hispanohablantes, dimes y diretes de la universidad ni planes de futuro, porque creo que nos quedaríamos dando vueltas a diecisiete temas y no saldríamos nunca adelante. Sí os digo que, en lo esencial, todo sigue más o menos igual: Natalia sigue enseñando y disfrutando con su trabajo y yo sigo buscando un empleo, cosa harto difícil de conseguir.

 

Así que empiezo por esta misma semana, y a ver si cogiéndolo a partir de aquí, podemos continuar, yo escribiendo y vosotros leyendo, nuestra historia en África, nuestro descubrimiento del continente negro.

 

Esta semana llegó, puntual como un reloj, la estación de lluvias. En contra de lo que afirmé hace un año, por lo visto esta temporada de lluvias es la más larga y húmeda. Realmente, la diferencia entre estación seca y estación de lluvia es bastante grande, pero no hay una diferencia radical en cuanto a la vida: si bien en la estación seca algún día aislado llueve, en la estación húmeda no llueve todos los días. Las lluvias aquí suelen ser cortas, chaparrones bestiales, gigantes, brutales que no duran más que unas horas. Así, el viernes empezó como digo la estación de lluvias. La tierra roja como la sangre, seca y necesitada, recibió la lluvia como agua de mayo (o, mejor dicho, de marzo) y ocurrió un efecto bastante curioso.

 

Nairobi está a mil setecientos metros de altitud, a varios cientos de kilómetros de la costa más cercana, con un río que merecería el nombre de arroyo y con la vegetación propia de la sabana boscosa. Es decir, no es un sitio húmedo aunque, eso sí, en la misma ciudad hay algunos bosques frondosos, de vegetación exuberante y descontrolada. Pues bien, el primer día de la estación de lluvias la tierra, recalentada durante meses por el sol africano, sol que realmente muerde, convertía el primer chaparrón en vapor (no de manera apreciable, más que por el efecto). Así que durante el viernes, como si se tratase de una enorme sauna, la saturación de humedad creció hasta niveles dignos de la costa. Sigue haciendo calor, el verano acaba de terminar, y con la humedad que os cuento, ese calor se convirtió en pegajoso, en bastante menos soportable.

 

Todo vuelve a una relativa normalidad durante el primer o segundo día de la estación húmeda. Los chaparrones al principio de la estación suelen ser más largos y, con la renovación de la lluvia (el viernes llovió toda la tarde y toda la noche, casi sin descanso), la sensación de sauna se va aminorando y, aunque todo alrededor sea agua, sea lluvia, refresca bastante y el ambiente es mucho más agradable.

 

Los chaparrones aquí, como os digo, son brutales: millones de gotas del tamaño de una pelota de ping-pong que, en media hora, formas auténticos ríos en casi todas las vaguadas. La red de alcantarillado en Nairobi o brilla por su ausencia en la mayor parte de la ciudad o, en el centro, es claramente incapaz de asumir semejante cantidad de agua en tan poco tiempo. Así te encuentras atravesando ríos como si estuvieses en un rally de aventura, en un Camel Trophy o algo por el estilo, cuando en realidad estás yendo o viniendo de hacer la compra, de comer en un restaurante, de visitar a un amigo o de hacer cualquier otro recado. La sensación es realmente extraña: sigues estando en tu ciudad, no hay duda, y las calles siguen siendo las mismas, pero lo que te rodea tiene un aspecto totalmente distinto, atractivo. Y sientes una especie de riesgo que, en realidad no existe: sigues estando en tu ciudad y nada nuevo que no sea calarte puede ocurrirte (ojo, en Nairobi siempre hay algún tipo de riesgo, especialmente en lo relacionado con la delincuencia, pero eso lo doy por supuesto). Gracias a Dios, el coche que nos compramos es un todo terreno, y sin duda es el mejor modo de evitar averías en las vaguadas o que las ruedas tractoras rueden sin agarrar.

 

Porque sí, finalmente nos compramos un coche, hace cosa de un año. Vivir en Nairobi sin coche, para un blanco, es algo realmente complicado. Existe, como ya conté, una especie de red de transporte público, los famosos matatu. Y que conste que la hemos usado muchas veces. Pero una vez que anochece, es imprudente que un blanco se monte en un matatu. Y no es algo que se me ocurra a mí, por ser demasiado aprehensivo o exagerado: es algo que te dicen con convicción los propios kenianos. Ni para ellos es seguro y los blancos, aquí, son sin lugar a dudas un cebo extraordinario para los ladrones (los blancos, siempre, son para ellos símbolo de riqueza, por mucho que realmente no sean ricos, o al menos lo que nosotros en Europa entendemos como ricos). Y otro detalle respecto al coche: me he sacado el carnet de conducir aquí. En España nunca jamás había conducido y aquí se te complica la existencia bastante si no conduces, Así que me examiné y conseguí la licencia. Lo cierto es que es algo realmente interesante, conducir por estas calles llenas de, estoy seguro, suicidas y psicópatas, a juzgar por su manera de conducir. Como resumen a la conducción en Nairobi se puede decir que existen dos reglas: la primera es si físicamente puedo hacerlo, lo hago. Es decir, las poquísimas señales que existen son de verdad inútiles, ya que nadie les hace caso. Pero ni siquiera tienes que cortarte al ir en contradirección, o por fuera del asfalto, o crear un nuevo carril en una carretera de doble sentido. Por no hacer caso no se le hace ni a los policías que, frustrados, miran al cielo y dejan pasar el tiempo. Y la segunda regla es que no me mate. Esta regla es bastante relativa: hay operaciones de conducción, especialmente durante los adelantamientos, que en España pondrían los pelos de punta hasta a los calvos.

 

(CONTINUARÁ)


12 de julio de 2010

Pobres y campeones

Pronto os contaré la última etapa del viaje a la costa, o séase Lamu, y otros viajecitos la mar de interesantes. Pero hoy, cómo no, os voy a hablar del día de ayer, un día tremendamente interesante y profundamente emotivo.

 

Bien, el caso es que, después de comer, fuimos a visitar a un askari a su casa, askari que nos había invitado insistentemente y el tío más majo, o por ahí, que hemos encontrado en Kenia. Siempre sonriente, nos ha tratado con cariño y delicadeza sin excepción y, bueno, no sería raro tenerle como una especie de amigo. Así que a eso de las tres (ya sabéis, aquí se come a las doce o por ahí) nos fuimos a visitarle.

 

E. que se llama vive en un barrio que hay detrás de la universidad de la ACK (Iglesia Anglicana de Kenia) y, solícito, vino a buscarnos y a acompañarnos desde la carretera principal. Al principio, la calle que llevaba a su barrio estaba más o menos bien asfaltada, con algunos puestos de ropa de segunda mano en las supuestas aceras (estrictamente aquí las aceras rara vez existen). Porque eso es un dato bastante curioso: los kenianos, de forma bastante general, compran ropa de segunda mano. Todo tipo de ropa: desde zapatos hasta trajes pasando por ropa interior, camisas, pantalones, cazadoras. Todo el ajuar de segunda mano. Y es lógico: las prendas están en buen estado (aún no sé quien se deshace de esa ropa, aunque sospecho que es gente que necesita el dinero de manera urgente o, bueno, un sistema de cambiar el vestuario bastante barato) y tienen un precio de risa que casi nunca supera los doscientos chelines (dos euros).

 

Vale. Después de la primera calle, la perpendicular a la carretera principal, llegamos al susodicho barrio. Allí el asfalto desaparece entre hoyos y, una vez dentro del barrio, nunca ha existido como pavimento. La casa de E. no estaba lejos y aparcamos frente a su portal, después de atravesar tres o cuatro calles repletas de gente. Subimos al tercer piso, por supuesto allí no hay ascensor, y cerca de las escaleras nos abrió la puerta de su casa: una sola habitación de unos 9 metros cuadrados con las paredes adornas con fotos y telas y una especie de visillo alrededor de todo el cuarto. La mitad del espacio lo ocupaba la cama y estaba ésta separada del resto por una cortina que llegaba hasta el suelo. La otra parte del habitáculo la ocupaba una mesa de café cubierta por plástico y dos sillones de plástico, de esos tan típicos de las terrazas veraniegas españolas. También había una estrecha cómoda con una televisión encima ya cajas, cajones, bolsas y demás objetos repartidos alrededor, pegados a la pared. Pero, ojo, todo muy ordenado y limpio.

 

La habitación no tenía aseo, pero es bastante normal en Kenia que los aseos sean compartidos e incluso que estén fuera de los edificios, en casetitas como cambiadores de playa. En todo el edificio, y en la casa de E. también, claro, había un olor realmente raro, de humedad mezclado con decenas de olores más: especias, humanidad, carbón, comida preparándose, etcétera. Realmente no era agradable pero no fue difícil acostumbrarse, tampoco era tan horrible.

 

Al poco de llegar, apareció el hermano de E., que se llama F.. Es decir, esa habitación tan pequeña con una sola cama no muy grande la compartían dos hermanos. Y entonces sí que nos pareció impresionante el orden: dos adultos con todas sus pertenencias viviendo en 9 metros cuadrados. F. nos contó que estaba trabajando en un hotel , que es como llaman aquí a los restaurantes, tengan habitaciones o no, situado en Kibera, ya sabéis, la favela más grande de África. Y, según nos dijo, trabajaba sin salario, sólo a cambio de comida, para estar haciendo algo durante el día. También nos contó unas extrañas historias acerca de que Kibera ejerce una función de contrapeso del poder político, corrupto hasta las entrañas. Algo difícil de creer: aquí los ricos, y todos los políticos lo son, no se preocupan ni mucho ni poco de los pobres, a no ser bombardeándolos de campañas demagógicas cuando tocan elecciones.

 

Charlamos un poco y, enseguida, E. se puso a enredar a los pies de la cama (había un espacio como de dos cuartas hasta la pared): estaba preparando comida en un hornillo de aceite. Comida para nosotros (que ya habíamos comido, pero eso es irrelevante). Así, nos sirvió un plato de arroz con carne guisada a cada uno (también ellos comieron) que estaba realmente exquisito. Asimismo, sacó de no sé bien dónde una botella de Cocacola y nos sirvió a los cuatro. Daba un poco de corte que hubiesen hecho ese dispendio sólo por nuestra visita.

 

Porque, es un dato importante, aquí un askari cobra entre tres mil y cinco mil chelines (de treinta a cincuenta euros). Mensuales. Y los dos hermanos viven sólo con ese sueldo, aunque F. habitualmente coma en el trabajo. Por eso una sola habitación, por eso en ese barrio.

 

Seguimos hablando un rato, mientras comíamos, y nos reímos bastante: los dos hermanos tenían (tienen) un gran sentido del humor y risa fácil, algo difícil de imaginar en un europeo que viva en semejantes condiciones. Después de comer, salí a un balcón cercano a fumar. El paisaje era realmente desesperanzador: decenas de edificios desperdigados sin orden, construidos con bloques de cemento sin cubrir. Una vista gris, tristísima, paupérrima.

 

Una vez de vuelta en la habitación, estuvimos como tres cuartos de hora más (en total como hora y media, que las visitas no hay que alargarlas mucho, ni en Kenia ni en España ni en ningún lado) y les dijimos que nos íbamos. Sorprendidos, nos acompañaron al coche y, con nosotros, vinieron hasta la carretera principal.

 

Sospechamos que querían pedirnos dinero: es algo realmente habitual entre los kenianos, conocer a un mzungu, aun durante un rato, y ¡zas! pedir dinero. No les dio tiempo o quizás les dio vergüenza pedirlo. Ya veremos cómo de desarrollan los acontecimientos, pero quizás no sería mala cosa financiarle unos estudios a E., un tío la verdad que bastante espabilado e inteligente.

 

Volvimos a casa y, después de descansar un rato nos fuimos a una cita bastante peculiar: ¡final de España en casa del embajador! (de España, aclaro innecesariamente). Así es: el embajador invitó a toda la colonia española en Nairobi a ver la final del Mundial en su casa, un palacete en mitad de un enorme jardín que más parecía un parque (y no de los pequeños) que jardín doméstico. Todo estaba muy bien preparado en la zona de la piscina, con dos carpas con sendas pantallas gigantes, decenas de sillones de plástico y algunas mesas altas con centros de flores (rosas rojas y amarillas, como es de ley en esta ocasión).

 

Nos juntamos alrededor de doscientas personas y, después de saborear una riquísima sangría, vino blanco, jamoncito serrano, queso semicurado probablemente manchego y lo más parecido al pan que hemos visto por estas tierras, y por supuesto la mítica tortilla de patatas, comenzó el partido. En una carpa estaban los tranquilos, en la otra el resto (incluyéndonos a nosotros): los exaltados con bufandas y banderas y pinturas en las mejillas formando la enseña nacional. Camisetas, polos, jerséis y otros tipos de prendas rojos como la sangre, y algún gorrito con la bandera de España (caso curioso: una residente española había recibido a seis amigas compatriotas de visita y, vaya por Dios, coincidió con la final y allí que se vinieron las siete). Y no sólo había españoles, también algunos kenianos maridos, novios o amigos de los anfitriones (que, hacia ellos, éramos todos). Y, al loro, un holandés que está casado con una española. Que también son ganas, dicho esto sin acritud.

 

Como digo, el partido comenzó: técnica por un tubo, ergo mucho centro del campo, ergo bastante tostón para los no expertos. Pero la emoción que tampoco faltaba en los intentos de Villa, de Pedro, de Ramos, la aumentábamos nosotros con nuestros gritos y cantos.

 

Llegó el descanso y fue entonces cuando sacaron la cena: samosas kenianas y paella de carne y pescado. Y comenzó la segunda parte: si el juego holandés fue sucio en la primera, en la segunda daba asco. Y el árbitro sacando brillo a su calva y reprendiendo como un padre bondadoso a quienes se merecían roja desde el primer momento. Y nosotros, ansiosos, enervados, acordándonos de toda la familia del holandés de turno o del árbitro inglés prima donna.

 

Fin de la segunda parte, caras de cansancio, conversaciones rápidas  y fugaces, y más gritos y lemas. Comenzó la prórroga, más suciedad holandesa, más brillantez española, más nervios, más vehemencia nuestra. Y al final de la segunda parte de la prórroga, rogando nosotros a Dios para no llegar a los penaltis, ya todos de pie por el ansia, ¡zas!, el quijote Iniesta marcó el gol. Gritos, besos, abrazos, saltos e, inmediatamente (y quizás prematuramente) el consabido "Campeones, campeones, oe oe oeee". Pocos minutos más y... llegó el acabóse, la histeria, la alegría: "Yo soy español, español, español", "España entera se va de borrachera", "Holandés el que no bote", "España, España, España". Bailes, saltos imposibles, abrazos a diestro y siniestro. España campeona del Mundial, casi ná.

 

Seguimos viendo la retransmisión del evento: vuelta de honor española, recogida de medallas, mala educación holandesa, y por fin, la Copa. Somos los campeones, los once del campo y todos los millones de españoles alrededor del mundo. Y nosotros hemos visto la epopeya en Kenia, al laíto de casa.

 

¡Viva España!


6 de julio de 2010

Viaje a la costa: Malindi

Como seguro que ya sabéis, el negro, el rojo y el verde son los colores de la bandera keniana, dispuestos por ese orden de arriba a abajo en franjas horizontales, y separadas las franjas por gruesas líneas blancas. Y precisamente esos colores fueron lo que vimos en el trayecto de Mombasa a Malindi: el blanco refulgente de las nubes, el verde chillón de la vegetación exuberante, el rojo vivo de la tierra arcillosa y, por supuesto, el negro ébano de los oriundos. O, exactamente, de parte de ellos.

 

Porque aquí, como os decía, hay distintas razas conviviendo mal que bien. Es la tierra de la cultura suahili, una especie de mezcla entre lo africano y lo árabe con ciertas pinceladas portuguesas e indias. Así, en cuanto a gente, te los encuentras árabes, negros, indios y algunos mestizos de los dos primeros (los indios, ya os dije, son bastante racistas y no se mezclan, y mucho menos con los negros que consideran inferiores). En cuanto a arquitectura y arte resulta para los españoles bastante familiar: es como la andalusí (no confundir con andaluz, por favor), pero en pobre. Y hay una excepción, una exclusiva: las puertas suahili (y otro tipo de muebles basados en esas puertas): generalmente son de dos hojas separadas por un dintel y rematadas por un arco con frontispicio. En las hojas hay infinidad de adornos africanos pero, eso sí, ninguna figura humana y casi nunca animal, influencia del Islam. En el arco, jeribeques y filigranas musulmanas que realmente recuerdan a las que podemos encontrar en España, incluso en el mudéjar.

 

En cualquier caso, en el trayecto Mombasa-Malindi no encuentras apenas muestras de cultura suahili: apenas unos poblados de chozas de adobe, coloradísimas por el barro, y con techos de hojas de palmera. Algo realmente curioso, y bonito. Las aldeítas rara vez superan la media docena de chozas y, de cuando en cuando, encuentras alguna misión cristiana, católica o protestante, con colegio y toda la pesca. Los aldeanos deben vivir de la agricultura y, en menor medida, de la ganadería: vastísimos campos sembrados y plantaciones de palmeras y aloe-vera con algún baobab estorbando en medio.

 

Porque aquí, no sé si en todo Kenia o sólo en la costa, el baobab es un árbol sagrado. O lo que es lo mismo, intocable. Son las costumbres ancestrales que se mantienen impermeables a la influencia occidental y cristiana. Así, tanto el las plantaciones como en el campo salvaje, hay decenas de baobab con sus retorcidas ramas hacia el cielo, como si sufriesen e implorasen. El tronco, enorme, parece hinchado y las raíces asoman sobre la tierra. No es un árbol que tenga demasiadas hojas, al menos en este lado del mundo, y eso le da un aspecto más tétrico y, a la vez, más extrañamente atractivo.

 

El resto de la vegetación, salvaje, se entrelaza consigo misma y, en ocasiones, forman paredes impenetrables. Sin embargo, miles de acacias llenan el paisaje, cortando el cielo con su follaje en forma de estrato, de veta. Y entre las acacias y los baobab, cabras y vacas y burros pastan mientras miran al autobús con paciencia.

 

Dentro del autobús, el pasaje era de lo más variopinto: desde negros con vestimenta típicamente africana, colores vívidos y tocados exagerados en las mujeres, hasta musulmanes con sus chilabas y musulmanas con su niqab, cubiertas hasta las muñecas. Y, por supuesto, dos mzungu como nota exótica.

 

Como os avancé, el trayecto duró cuatro insufribles horas y el autobús paraba en mitad de la carretera para recoger o dejar a cualquiera que lo pidiese. Tenía el vehículo una baca repleta y, casi cada vez que paraba, había que hacer la misma operación de desatar, reordenar, atar, cargar, volver a atar y volver a reordenar. Vamos, para unas prisas.

 

Paramos en dos pueblos, Kisili y Watamu, o más concretamente en su estación de autobuses, o algo parecido. Los vendedores, ansiosos, se acercaban a las ventanillas para ofrecer productos de todo tipo: generalmente comida, pero también artesanías y, increíble, triángulos reflectantes para el coche. Que digo yo, si alguien viaja en autobús muy útil no le va a ser un triángulo reflectante. Pero ellos lo intentan.

 

Por supuesto, el ansia de los vendedores crece y casi se convierte en histerismo cuando descubre, vaya por Dios, que tú eres un mzungu. Entonces se forma bajo tu ventanilla una especie de tumulto, con codazos, empujones, gritos y discusiones de todo tipo. Y peor si quieres comprar algo, porque entonces la pelea se vuelve más violenta para ver quién te lo vende.

 

Por fin llegamos a Malindi y, una vez bajamos del autobús, cogimos un tuk-tuk que nos llevase a nuestro hotel. En Malindi hay matatus, cómo no, pero para ir a otras ciudades. Para el transporte por el pueblo (porque Malindi no es demasiado grande) lo que se usa son tuk-tuk, todos de la marca Vespa (Ape que se llama aquí). Y eso no es casualidad: Malindi está llena de italianos. Por lo visto, durante muchos años ha sido el centro turístico italiano más importante en la costa keniana y se deja notar: infinidad de restaurantes italianos y tiendas de ropa italiana siembran las calles de Malindi. Y, claro, bastantes italianos que vienen y van.

 

Es bastante curioso el hecho de que allí, en Malindi, hay lugareños que no hablan apenas inglés (la lengua importante allí es el kiswahili, suahili para los amigos), y sin embargo prácticamente todo el mundo chapurrea algo de italiano. Que al fin y al cabo son los que se gastan el dinero allí. O se gastaban, que por lo visto la crisis europea también se nota en Malindi en cuanto al descenso enorme de visitantes.

 

Así, el aspecto de la zona turística es decadente: hoteles con muy buena pinta tienen las fachadas sin pintar, las verjas rotas, los accesos sin nivelar y otros detalles de dejadez probablemente causada por la falta de fondos. El mobiliario también es viejo y ajado y, aunque las piscinas están en buen estado, las tumbonas, toallas, cojines y demás, sinceramente, dan un poquito de asco. La comida del hotel donde nos alojamos, sin embargo, era bastante rica y la atención de los empleados, con alguna excepción, bastante buena.

 

Cambiando de tercio, Malindi fue usado por los portugueses como punto intermedio entre Mombasa y Lamu y probablemente la única atracción histórica es una columna para la orientación de los barcos puesta allí por Vasco de Gama.

 

La atracción turística en Malindi es la playa y, eso sí, una reserva marina donde se puede bucear entre arrecifes de coral y cientos de especies de peces. Además, según dicen, es bastante fácil encontrarse con algún delfín que juguetea con los visitantes. Pero todo eso quedó inédito para nosotros: por supuesto fuimos a la reserva marina pero, temporada baja, el agua estaba turbia por los lodos que los ríos llevan al mar en la época de lluvias. Y, claro, no permitían bucear (aunque tampoco había nada que ver, tal era la saturación de lodo en el agua).

 

Gracias a Dios, Malindi sólo era para nosotros una parada intermedia entre Mombasa y Lamu (si desde Mombasa a Malindi, que están más o menos cerca, tardamos cuatro horas, imaginad lo que hubiésemos tardado a Lamu, que está a más del triple de distancia). Así que, tranquilamente, descansamos, nos dimos algún paseo, visitamos infructuosamente la reserva marina y poco más.

 

Y día y medio después partimos en avión a Lamu. Pero eso lo contaré otro día.

15 de junio de 2010

Viaje a la costa: Mombasa

Si pensamos en Mombasa podemos imaginarnos una ciudad exótica, lejana, como de cuento, o quizás una ciudad colonial, con edificios nobles, monumentos, parques cuidados, o puede ser que una ciudad oriental, con extraños y atractivos adornos, realmente cautivadora en su rareza. Pues bien, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia, o más concretamente no existe. Mombasa, con sinceridad, es una ciudad sucia, descuidada, desordenada y sin ningún atractivo ni monumento ni rareza exótica dignos de admiración.

 

Como os decía, pasada la una del mediodía llegamos a la estación de Mombasa: un andén de tercera entre árboles rodeados de maleza. Varios taxistas esperaban con cartelitos o sin ellos y procuraban hacerse con algún cliente del que abusar (económicamente, claro). Y digo esto porque a nosotros nos pasó, o al menos eso intentó el taxista en cuestión: se nos acercó muy serio, le informamos del hotel donde vamos y el lugar donde se encontraba, que él no sabía, y circunspecto nos enseñó un folio impreso con una serie de tarifas. Tarifas oficiales, nos dijo, que eran cuatro veces mayores de lo que nosotros habíamos calculado. Es decir, pretendía convencernos de la veracidad de su oferta con un papel que buenamente podía él haber imprimido en su casa. Le informamos de que veníamos de Nairobi, de que vivimos aquí, y entonces llegó la primera rebaja: el triple de lo que habíamos pensado. Nosotros, simplemente, le dijimos que no, muchas gracias, ya cogeríamos otro taxi. Y la segunda rebaja: el doble de lo que habíamos calculado. Está bien, respondimos, ¿a cuántos kilómetros está? La pregunta era trampa, ya sabíamos que no estaba a más de doce. A veinticuatro, nos soltó, y entonces vino nuestro órdago a grande con cuatro reyes en la mano: es no es así, le dijimos, está a menos de doce. Se quedó titubeando y, porque nosotros ya estábamos un poco hartos del asunto y cansados del viaje, quedamos en pagarle un poco más de lo que habíamos calculado. A cambio, nos dio su número de teléfono y se comprometió, unilateralmente, a ser nuestro taxista mientras durase nuestra estancia en Mombasa. Ya os digo cómo terminó: no volvimos a llamarle, era un caradura.

 

Porque es algo bastante habitual en Kenia (al menos en Nairobi y en la costa): si eres mzungu siempre intentan cobrarte de más. Siempre, siempre, siempre. Es algo que, cuando ya llevas meses viviendo aquí, molesta bastante: parece que, en vez la piel blanca, tienes cara de tonto. La solución es simple: te niegas y les pagas lo que sabes que cuesta. Y ni se quejan, con lo que las ganas de cantarle las cuarenta por caradura aumentan exponencialmente. Pero las controlas y a otra cosa mariposa.

 

Pues bien, llegamos al hotel, en la playa Bamburi, al norte de Mombasa, y decidimos quedarnos el resto del día descansando. El hotel tenía bastante buena pinta: aunque un poco demodé, las habitaciones eran amplias, el servicio estupendo y las instalaciones (piscina, terraza, bar, restaurante, etcétera) más que aceptables. Y no demasiado caro, incluso tirando a barato.

 

La playa Bamburi es bastante larga y está plagada de hoteles que monopolizan casi totalmente la orilla. Apenas hay olas y siempre muy pequeñas, pues no muy lejos, aunque demasiado para ir nadando, a lo largo de toda la costa, hay un arrecife que hace de rompeolas. Y también impide que pasen los tiburones, que no sé si en otras circunstancias se acercan mucho o no a la costa, pero desde luego está bien mantenerlos alejados. Por si acaso.

 

El agua es muy poco profunda y, aun con marea alta, puedes ir andando hasta más o menos un tercio de distancia del arrecife. Durante nuestra estancia, la arena estaba bastante sucia, sobre todo por las algas que la poblaban con fruición. Las desventajas de ir en temporada baja. Lo malo es que la suciedad la completaba las diversas basuras que, al parecer, nadie estaba demasiado dispuesto a retirar. Es decir, todas las mañanas los hoteles mandan a un propio a que adecente la porción de playa que les corresponde, con el inconveniente de que, precisamente, sólo sea un mandado con sus propias manos. En cualquier caso la playa, con todas sus carencias, estaba bastante presentable.

 

El lugar también estaba repleto de los llamados beach boys, kenianos que esperan cerca de los hoteles para ofrecer a los mzungu (o indios, que había a cascaporrillo) sus servicios de todo tipo: desde safaris hasta droga, pasando por rutas turísticas a la ciudad y, como no, prostitución (de este tema escabroso tan sólo diré que, efectivamente, son servicios que la gente usa con escandalosa frecuencia y sin ningún tipo de rubor).

 

Al día siguiente, por la mañanita, nos fuimos a la ciudad de visita turística. Por supuesto, fuimos en matatu (cualquiera se pone a discutir con todos y cada uno de los taxistas disponibles... para que te cobre el más barato, por lo menos, veinte veces más que un matatu) y bajamos en Digo Road, una de las calles principales de la antigua capital colonial, no muy lejos del centro histórico. Caminando, bajo un sol que de verdad mordía, una humedad total y un ambiente realmente sofocante, fuimos hasta Fort Jesus, un fuerte portugués de finales del siglo XVI (por cierto, cuando Portugal formaba parte de España) que es el mayor atractivo histórico y turístico de la ciudad, por no decir el único: es un Morro, que es como llamaban a los castillos que protegían el acceso a los puertos. Las formas geométricas de la época siguen manteniéndose y, aunque los muros están bastante descuidados, tiene un aire exótico y antiguo muy atractivo.

 

Del resto de la ciudad, sinceramente, no hay mucho más que destacar: vimos la antigua residencia del Gobernador inglés (Mombasa fue capital del protectorado), ajada y sin cuidar; balcones con celosías para que las mujeres musulmanas pudiesen tomar el aire, con ese peculiar concepto de "tomar el aire" que tienen los mahometanos para sus mujeres; un mercado y decenas de tiendas donde vendían fundamentalmente especias, y donde nuestra presencia (cristianos occidentales) digamos que no era del todo bien recibida; algún templo hindú, o sikh, o ambos; y varias mezquitas, estas muy bien cuidadas pero, vaya por Dios, con el paso de infieles (o séase, nosotros) prohibido. Y luego hablan de uso compartido en Córdoba...

 

Es curioso que el barrio por el que transcurre la visita ¿turística? es el barrio indio, que no hindú. Es decir, sí hay hindúes, pero pocos: la mayoría de los indios son musulmanes y de los más radicales, los chiíes (como los ayatolás iraníes, entre otros). Y también es llamativo cómo viven juntos pero no revueltos, o lo que es lo mismo, musulmanes de origen oraní, yemení, somalí o indio viven y trabajan en la misma zona, pero mantienen una prudencial distancia. Y con los negros, la actitud por parte de todos (quizás menos de los somalíes, pero también) es de absoluta superioridad, un pelín racista nos dio la impresión. Y sin tan pelín, la verdad. Pero eso lo vimos más claro en Lamu, que ya os contaré en su momento.

 

En las calles del centro de Mombasa el principal entretenimiento era esquivar los montones de basura que, sorprendentemente, crecían en todos los lugares. Y digo sorprendentemente porque jamás pensé que una población tan pequeña como la del centro de Mombasa pudiese generar tales cantidades de porquería. Y ellos tan felices.

 

En definitiva, lo que tanta ilusión había generado en nosotros (Mombasa, ciudad colonial, a caballo entre África, India y Arabia), no fue sino una colosal decepción. Pero, al menos, la playa estaba bien.

 

Los días siguientes, que apenas volvimos a la ciudad, disfrutamos de la playa y del descanso. Como actividad curiosa, dimos una vuelta en una especie de catamarán pequeño y artesanal: un casco estrecho y alargado con patines a ambos lados. El mástil era un enorme palo incrustado en el centro del casco central y equilibrado Dios sabrá cómo. Daba un poco de respeto montarse en la embarcación de marras, pero la profundidad, como ya os dije, no era mucha y el paseo duró alrededor de una hora.

 

Es interesante ver como los africanos (en la playa, la inmensa mayoría de los que ofrecen servicios de todo tipo, son negros) te dan coba y alargan el regateo de manera un poco desesperante y, una vez llegas a un acuerdo con el precio, mutis casi absoluto.

 

Nuestra intención, después de Mombasa, era ir a Lamu, pero está realmente lejos e incomprensiblemente no hay línea desde la capital de la provincia de costa (sí hay vuelo directo desde Nairobi, pero no desde Mombasa que está más cerca y tiene más relación). Así que decidimos ir en autobús a Malindi, hacer una parada allí y coger un avión hasta Lamu.

 

Así que el último día en Mombasa, reservamos hotel en Malindi y nos fuimos a Misa a la ciudad, como mandan los cánones en domingo. Fuimos a la catedral católica (hay otra catedral, anglicana ésta), del Espíritu Santo, un edificio neogótico con cristaleras pagadas por fieles, representando al santo que el benefactor quería (y todo esto inscrito en la propia cristalera). El templo estaba lleno hasta la bandera y únicamente tenía varios viejos ventiladores que apenas daban aire. De hecho, tuvimos la fortuna de que nos tocó al lado a la más gruesa del lugar y, aparte de que los africanos se sientan unos pegados a otros, literalmente, el calor llegó a ser tan insoportable que aquí el menda decidió escuchar la Misa desde la calle, a la sombra de unos árboles.

 

La celebración fue en suahili, con cantos y palmas y todo eso y, claro, duró dos horas o más. Natalia aguantó como una campeona dentro y, una vez se terminó, agarramos nuestras mochilas que llevábamos ya encima y nos fuimos a buscar el autobús en matatu.

 

La "estación" de autobuses era una calle destartalada con un caos montado entre matatus y autobuses y decenas de lugareños gritando a los cuatro vientos la ruta, el precio, las comodidades y las maravillas de su medio de transporte respecto a otros. Decidimos coger el Express a Malindi, sin saber que Express, en esta parte del mundo, es como llaman a los autobuses (y un poquito engañados por el oriundo de turno, que nos dijo que salía enseguida y que no hacía paradas).

 

Dos horas más tarde, que esperamos como pollos en un horno, el autobús salió hacia Malindi. Paró en absolutamente todos los sitios imaginables y tardamos alrededor de cuatro horas en llegar al destino. Pero el viaje y la estancia en Malindi os lo cuento otro día (esperemos que no dentro de mucho).


14 de junio de 2010

Nueva constitución

Pronto seguiré con el viaje a la costa y otras cosas que os quiero contar. Pero ahora quiero explicaros algo sobre la actualidad keniana, algo que podría llegar a ser grave (si no lo es ya). Y os pido licencia para hablar de cosas de las que nunca hablo en este blog.

 

El caso es que ayer explosionaron dos bombas en una reunión en Uhuru Park, el parque más grande de Nairobi, durante una reunión de los protestantes luteranos en contra de la nueva constitución. Han muerto por lo menos tres personas y alrededor de ochenta han resultado heridas, algunas de gravedad. Todavía no se sabe quién fue el responsable de las explosiones, aunque se dice que fueron cohetes sobre la multitud los que provocaron el pánico y, éste, las muertes. En cualquier caso, la policía está investigando para averiguar más detalles aunque, sinceramente, no creo que lleguen a ninguna conclusión aceptable.

 

Y digo esto no porque no me fíe de la policía, que no me fío demasiado, sino porque todo ha sucedido en el clima enrarecidísimo de discusión acerca de la validez o no del nuevo borrador de constitución. Pero empecemos por el principio.

 

Como sabéis, después de las elecciones de 2007 hubo sangrientos enfrentamientos entre kenianos, fundamentalmente entre luos y kikuyus, partidarios los primeros de Odinga (actual primer ministro) y los segundos de Kibaki (presidente entonces y ahora). Hubo varios cientos de muertos y, según se dice, la intervención de Kofi Annan, antiguo secretario general de la ONU, evitó que sucediese en Kenia lo que sucedió en Ruanda en el 94. Annan, una vez apaciguados los ánimos, recomendó que se hiciese una nueva constitución  (la antigua es de la época de la independencia, 1963). Y a ello que se pusieron los políticos.

 

En abril pasado se aprobó en el Parlamento un borrador de constitución para presentarlo en referéndum. Y se presento en medio de una fuerte polémica sobre el contenido de misma. Resumidamente, los cristianos de todo tipo, encabezados por la Iglesia Católica, se negaban a aceptar como buena la nueva constitución ya que abría la posibilidad de aborto despenalizado, daba legitimidad civil a los tribunales musulmanes y era injusta en el reparto de las tierras Masai.

 

La discusión más agria se centró, por supuesto, en el tema del aborto: la nueva constitución no blinda el derecho a la vida y abre una posibilidad de despenalizar el aborto en determinados supuestos (¿a que nos suena? A los españoles al menos). La oposición de la Iglesia Católica fue, ha sido y es frontal (eso no nos suena tanto, recordad los que podáis el año 83) y, tras ella, todas las iglesias protestantes, ortodoxas (que haberlas haylas en Kenia) y la Iglesia Anglicana de Kenia se han opuesto de forma igual de contundente.

 

El tema de los tribunales musulmanes, Khadi's courts que les llaman, consiste en que la nueva constitución les reconoce legitimidad en temas familiares, matrimoniales y de herencia. O lo que es lo mismo, deja bastante desamparadas a las mujeres musulmanas, y otras que se casen con musulmanes. Aquí la oposición cristiana también ha sido clara pero, por supuesto, los musulmanes están a favor. Y se da el curioso caso de que el Islam, que está en contra del aborto, decide que pesan más sus tribunales que la vida de los no nacidos, y se ha alineado a favor del borrador de la constitución (especialmente los chiíes, una de las ramas más radicales del Islam).

 

El tema de las tierras Masai es un poco más complejo y, sinceramente, no sabría explicaros en qué consiste exactamente. Pero creo que es bastante claro todo con el aborto y los Khadi's courts.

 

Por supuesto, los políticos pro-abortistas han recriminado a lo cristianos el meterse en política (esto también nos suena), aunque estos últimos han hecho oídos sordos al desvarío y han seguido con sus manifestaciones de oposición. Llama la atención que desde los púlpitos católicos (y me imagino que desde los protestantes, ortodoxos y anglicanos también), llanamente, se ha llamado a la oposición en el referéndum, a votar que no a esta constitución que no blinda la vida (y en esto, otra vez, nos pueden dar lecciones).

 

Aparte de estos llamamientos en las propias iglesias, los cristianos han comenzado una enorme serie de actividades para mostrar su oposición y para lograr parar ese proyecto de constitución. Entre otras, como comisiones conjuntas de cristianos de todo tipo y congresos y conferencias y debates, los católicos hemos empezado una cadena de rosarios (es decir, que durante las 24 horas del día siempre haya alguien rezando el rosario) hasta el día 4 de agosto, que será el referéndum. Los protestantes, por su parte, se reúnen todos o casi todos los sábados en Uhuru Park, en el centro de Nairobi, para mostrar su desacuerdo.

 

Y ayer, durante uno de esos mítines protestantes, dos bombas o dos cohetes explosionaron entre la multitud. No se tienen noticias claras al respecto y, si buscáis en los medios de comunicación españoles, como mucho podréis ver una pequeña noticia que descafeína el suceso y el ambiente que lo ha provocado. Pero, Dios no lo quiera, el atentado podría suponer el comienzo de una etapa más virulenta, y violenta, en el proceso hasta el referéndum. Y puede ser que lo peor ocurra después del referéndum, si el No gana.

 

Así que os pido desde aquí que recéis por Kenia, para que no salga adelante esta constitución y para que no haya más muertos, ni en mítines ni dentro del vientre de su madre.